viernes, 24 de diciembre de 2010

Queremos estar con nuestro hijo...


Jamás imaginé que aquella noche se convertiría en la mejor Navidad que viví en mi vida.



Todo comenzó con un día que llamaron a nuestra casa. Nuestro único y pequeño hijo había tenido una convulsión en su ultimo día de escuela. Era casi fin de año. Mi esposa llamó a la oficina, tomé el carro sin pensarlo un segundo y me dirigí a la clínica. Nuestro hijo estuvo inconsciente durante dos días, al tercero sorprendentemente despertó. Ya era casi navidad, solo faltaban tres días, y vivíamos muy preocupados de lo que el pudiera tener.


Esperábamos que no fuera nada malo, pero nuestras ilusiones se hicieron triza cuando dos días antes de Navidad, el medico nos dijo que era muy grave lo que sucedía en su pequeña cabeza, debido a la enfermedad que padecía desde que había nacido. Nos sentíamos torturados cuando nuestro hijo nos decía, “Ya va a llegar la Navidad, papás ya quiero ir a casa, quiero ver el arbolito que armamos ese día” “Mamá, ¿ya pusiste las luces?” y preguntas como esas. Porque sabíamos que tal vez no estaría en casa para Navidad.


Al día siguiente cuando fuimos a cuidarle nuevamente, el medico nos dijo que sin duda él debía quedarse internado durante mucho tiempo más. Pensábamos que eso era lo peor. Pero no, ese día nos dijeron que las visitas acababan a las cuatro de la tarde el día veinticuatro, lo cual significaba que nos permitirían pasar la noche buena y el inicio de la navidad juntos, como una familia. No teníamos familia en la ciudad de Lima, mi familia vivía en Trujillo al Norte del Perú, y la familia de mi esposa estaba completamente en Miami. ¿Con quien podríamos pasar Navidad, si no sería con nuestro hijo? Él era lo único que teníamos aparte de tenernos como esposos. Era nuestra adoración y lo que más amábamos en el mundo.


Ese día veinticuatro hasta casi las cuatro, nuestro hijo convulsionó ocho veces, y se desmayó muchas veces también, era penoso ver sus ojos rojos a causa de las medicinas, de las inyecciones y análisis por los que pasaba a diario. El médico nos dio solo malas noticias ese día. Nos dijo que su cerebro estaba sufriendo graves daños los cuales lo estaban haciendo desfallecer de una forma acelerada, que era imposible encontrar más pronósticos, y que lo mejor sería llevarlo a los Estados Unidos, para que pueda pasar por análisis mas rigurosos. Estábamos dispuestos a hacer eso, pero lo único que queríamos era a nuestros hijos en nuestra casa. Él había sido la luz de todas nuestras Navidades, lo amábamos tanto y deseábamos que él pase Navidad con sus padres, no en una cama de la clínica y sin nosotros. Porque nosotros no dejaríamos de pensar en él. Sería imposible, no verlo abrir sus regalos, como en cada Navidad que había pasado.


Muchas veces pasó por nuestra mente, sacar a nuestro hijo de la clínica, pero el necesitaba oxigeno, en ocasiones en las que se le iba a la respiración, necesitaba medicinas y una atención especial. Necesitaba vivir, y sería injusto si lo sacábamos de la clínica. Pero era injusto, que restrinjan las visitas ese día en la clínica. Él se sentiría muy solo. No nos queríamos imaginar como estaría sin nosotros.


Las cuatro de la tarde aparecieron cuando contemplábamos a nuestro hijo durmiendo, la enfermera dijo que era hora de retirarnos. Fue imposible hacerlo. Le di un besos en la frente, y lo abrazamos ambos. Sorprendentemente y después de muchas horas él se levanto. “Se tienen que ir verdad” “Sí, mi amor” escuché a la temblorosa de mi esposa decir. “Feliz Navidad, mamita, feliz Navidad papito” y alzo sus pequeña manito. Lloraba una y mis veces por segundo, no podía soportarlo.


Salimos de la clínica, y en el auto, yo y ella llorábamos, era injusto que una Feliz Navidad de los extraños no pudiera significar nada. ¿Una Feliz Navidad? Si simplemente la Navidad no hacia mas que convertir en un desastre nuestras vidas. Al llegar a nuestra casa, nos recostamos en la cama, viendo un álbum de fotos de nuestro pequeño hijo, era imposible pensar que la felicidad se iba arruinando cada segundo que su cerebro desfallecía. Ambos nos quedamos dormidos.


Al levantarme me encontré solo en la cama. Al salir a buscar a mi esposa, la encontré sentada en el árbol, con aquel obsequio que habíamos comprado hace algunos días para nuestro hijo. “Es injusto, es injusto” “¿Por qué Dios nos hace esto?” No dije nada, la abrasé y nos pusimos a llorar.


“Vayamos” “Vayamos” “Sé que nos dejarán entrar” Me dijo. Sin pensarlo ambos nos pusimos nuestras casacas. El reloj del auto marcaba las diez de la noche. Al llegar a la clínica ya eran las diez y veinte, entramos entre una diez personas que estaban en la recepción, solo una chica y dos vigilantes aguardaban a cualquier emergencia incluso de Navidad, un herido por un fuego artificial entraba en una camilla, para sorpresa nuestra, era casi un niño, lloraba por el dolor de aquel silbador que se había estrellado contra su pecho. ¿Cómo estaría nuestro hijo?


“Señorita, debemos entrar, nuestro hijo solo tiene seis años, él esta en el cuarto doscientos cuatro, y el está solo, estamos trayendo su regalo y algunas cosas para cenar, por favor queremos verlo, no podremos estar asi toda la noche” dijo mi esposa con desesperación. “Lo siento señora, pero la ultima palabra ya esta dicha, es imposible”


“Por favor señorita” “Queremos estar con nuestro hijo”. Era imposible decir lo imposible de la situación, tanta la única chica de recepción como los vigilantes nos decían repetidamente que era imposible pasar, mientras que algunas personas aguardando en la recepción. Durante todo ese tiempo había estado ahí un señor de una presencia imponente.


La figura imponente se acercó hacia la recepción. “Que sucede” “Señor, ellos quieren pasar, pero ya les dije que es imposible” “Nuestro hijo está ahí”, dijimos casi al unísono con lagrimas en nuestros ojos. “Lisa, déjalos pasar” “Adelante” dijo la receptora al instante. Jamás nos habíamos imaginado que aquel tipo tenía la potestad de poder decir o autorizar si alguien podía entrar.

Al entrar al cuarto donde estaba nuestro hijo, él estaba despierto. “Sabía que vendrían” “Los amo papás, son los mejores del mundo” Nuestros corazones sintieron aunque sea un poco de felicidad después de muchos días. Lo abrazamos y lo besamos miles de veces esa noche. Las doce de la noche llegó, habíamos traído una mini cena de Navidad, con trozos horneados de pavo, refrescos y Panetón, que habíamos comprado en una Pollería antes de entrar a la clinica, aún se notaba algo caliente. Nos abrazamos, y le dimos su presente. Lo recibió con sonrisas continuas durante toda la noche. Lastimosamente el no pudo comer de nuestra cena, pero cogía servilletas y me limpiaba la boca cada vez que me la ensuciaba con el aderezo. No parábamos de sonreír y ser felices. Los fuegos artificiales no paraban de sonar, y encenderíamos fuegos artificiales y tronadores para la próxima Navidad.


Fue la mejor Navidad, la mejor, mejor de toda mi vida. Lloré muchas veces por la emoción interminable e infinita de ser padre de aquel angelito, sobre todo cuando nos dijo, que era el mejor regalo que había recibido en su vida, pensamos que se refería al que le dimos, y nos dijo “No, por eso no, gracias por venir papás, me sentía muy solito” “Gracias por ese regalo” Ambos nos acostamos a su costado, nos abrazamos cientos de veces. No me casaré de repetir que fue la mejor Navidad, que pasamos, aunque solo haya sido por un corto momento. Nos quedamos dormidos después de muchas palabras, abrazos, y mucho amor.


La voz de mi esposa me levantó a la mañana siguiente. La velada había sido la mejor, pero durante aquella mañana se reveló la realidad. Nuestro hijo no se levantó más, me basta decir eso. El resto del día fue terrible, y hubiera sido peor, de no haber sido por aquella hermosa noche de Navidad. No volví a ver sus ojitos abiertos nuevamente, no volví a escuchar su vocecita de ángel, pero había pasado la mejor Navidad, junto a él y junto a un ser que aún amo. Y sé que volveré a ver esos ojitos alguna vez más, para celebrar una Navidad que será eterna...

Escrito por Junior Jara Pezo.


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